Podría pasar un día cualquiera

Nunca fue su problema. De hecho, sentía tanta frialdad sobre el asunto que hacía de él su trabajo, sin ninguna vocación. Prácticamente como una distracción y un sustento económico.

Tampoco mentiría si dijese que era su vida, sí, lo era. Pero no tanto como la de aquellas familias que tenían que levantarse y acostarse todos los días con esa enfermedad.

Era un día cualquiera, un 23 de noviembre de 2013 cuando casi de forma fortuita y aleatoria, en un control rutinario apareció la fórmula protéica que explicaba la conexión de los sistemas neuronales y que significaría mejorar la calidad de vida a niveles exponenciales de millones de personas. La solución. En ese momento, ya después de que llevase su corazón latiendo durante dos minutos mientras terminaba de verificar los datos, se quitó las gafas y más que nunca dejo la vista en el infinito mientras meditaba nerviosamente en lo que eso significaría. Se le erizaron los pelos cuando fue consciente que era él único en ese mismo momento que conocía la solución. Tuvieron que pasar horas para que se le pasase por la cabeza lo que le reportaría a nivel económico y de prestigio a su persona. Pero sí se paró a pensar enseguida en todos esos enfermos y familiares. Concretamente en esa señora que le visitó hace apenas diez días, que seguía cuidando de su hijo de 43 años y al que le respondía con una voz neutra y tranquila que a mamá no se le pega, mientras retiraba sus manos de su cuello. Irremediablemente perdió el control de sus sentimientos, y comenzó a llorar desconsoladamente pensando en esta mujer y en la de muchos otros enfermos y familiares. También se acordó de Matilde, una mujer de su misma edad que había conseguido adaptarse a la sociedad (y gracias a su tío marino) recogiendo las bandejas de comida en la cafetería de la Escuela de Ingenieros Navales. Se tuvo que llevar la bata a la cara para secarse las mejillas, al no parar de llorar como si acabase de ver lo más trágico, como por ejemplo, si presenciase el atropello de su compañero de verdad, su perro Robin. Pero no. Era todo lo contrario, en este mundo cada vez más decadente y carente de ética (como se acababa de sentir él hasta hace unos minutos) acababa de aclararse el cielo entrando un rayo de sol sobre esa sala, un poco de luz en forma de felicidad. Esta vez, como si de una enfermedad infectocontagiosa, él iba a transmitir esa alegría por todo el planeta.

Juan Roi, psiquiatra de 39 años, que nunca tuvo que sufrir ese mal, acababa de descubrir la cura al autismo.

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